FRANCISCO, EL PAPA DE LA EDUCACIÓN
Encontré un mensaje del 2007 cuando Jorge Mario Bergoglio aún era Arzobispo de Buenos Aires. Pues, bien, llegó la hora de conocer un poco más de nuestro nuevo Papa que, desde ya, da ejemplo de amor y humildad.
"EDUCAR, UN COMPROMISO COMPARTIDO”
Mensaje del Arzobispo de Buenos Aires, cardenal
Jorge Mario Bergoglio, a las Comunidades Educativas, del 18 de abril de 2007
Queridos educadores:
La Pascua de Resurrección nos pone en situación de
plenitud para reflexionar acerca de nuestra identidad, tarea y misión y nos
ofrece la oportunidad para compartir las inquietudes y esperanzas que la tarea
educativa despierta en todos nosotros. Educar, es un compromiso compartido.
La educación de los chicos y jóvenes constituye una
realidad muy delicada en lo que hace a su constitución como sujetos libres y
responsables, a su formación como personas. Hace a la afirmación de su
dignidad, don inalienable que brota de nuestra misma realidad originaria como
imagen de Dios. Y porque hace al verdadero desarrollo humano, es preocupación y
tarea de la Iglesia, llamada a servir al hombre desde el corazón de Dios y en
orden a un destino trascendente que ninguna condición histórica puede ni podrá
ensombrecer.
I. CARÁCTER PASCUAL DE LA TAREA EDUCADORA
En toda la historia de la salvación se manifiesta
esa insistencia misericordiosa de Dios en ofrecer su gracia a una humanidad que
desde el comienzo experimentó la confusión respecto a la medida y calidad de su
destino. Ya el libro del Génesis, al presentarnos de un modo poético las
primeras pinceladas de este inmenso cuadro, sitúa el conflicto fundamental de
la historia humana en la acogida o rechazo, por parte de Adán y Eva, de la
filiación divina y su directas implicancias: vivir la propia humanidad como un
don, al cual hay que responder con una tarea sobre sí mismos; y esto en un
clima de diálogo y escucha de la Palabra de Dios que señala rumbos y advierte
contra posibles o efectivos desvíos.
Semejante alternativa cruza la historia humana
desde el vértice pascual que consuma la definitiva obediencia del hombre en la
Cruz y su destino en la Resurrección, hasta cada uno de los momentos en que
ponemos en juego nuestra libertad personal y colectiva. En toda la historia se
va realizando el plan de salvación, la vida humana camina hacia su más plena
perspectiva entre la oferta de la gracia y la seducción del pecado.
La educación entraña la tarea de promover
libertades responsables, que opten en esa encrucijada con sentido e
inteligencia; personas que comprendan sin retaceos que su vida y la de su
comunidad está en sus manos y que esa libertad es un don infinito sólo
comparable a la inefable medida de su destino trascendente.
Esto es lo que está en juego cuando ustedes van
todos los días a sus colegios y encaran ahí sus tareas cotidianas. Nada más ni
nada menos, aunque a veces el cansancio y las dificultades les instilen dudas y
tentaciones, aunque por momentos el esfuerzo parezca insuficiente ante las
colosales dificultades de todo orden que se interponen en el camino. Ante esas
dudas y tentaciones, ante esas piedras, hay una voz que nos dice, una y otra
vez, “no teman”.
“No teman” porque hay una piedra que ha sido
quitada de una vez y para siempre: la piedra que cerraba el sepulcro de Cristo
confinando la fe y la esperanza de sus discípulos a un mero recuerdo nostálgico
de lo que pudo haber sido y no fue. Esa piedra que pretendía desmentir el
anuncio del Reino que tan categóricamente había constituido el eje y núcleo de
la predicación del Maestro y reducir la novedad del Dios-con-nosotros a otro
(fallido) buen intento más. Esa piedra que convertía la prioridad de la vida
sobre la muerte, del hombre sobre el sábado, del amor sobre el egoísmo y de la
palabra sobre la mera fuerza, en una irrisoria cantinela propia de débiles e
ilusos. Esa piedra aniquiladora de esperanza ya ha sido quitada por el mismo
Dios. La hizo pedazos de una vez para siempre.
“No teman”, les dijo el ángel a las mujeres que
fueron al sepulcro. Y esas dos palabras resonaron en lo hondo de la memoria,
despertaron la voz amada que tantas veces las había instado a dejar de lado
toda duda y temor; y también reavivó la esperanza que enseguida se tornó fe y
alegría desbordante en el encuentro con el Resucitado que les ofrecía el don
infinito de recordar todo para esperarlo todo. “No teman: yo estoy con ustedes
siempre”, habrá repetido más de una vez el Señor a su pequeño grupo de
seguidores, y seguirá repitiéndoselo cuando ese pequeño grupo acepte el desafío
de ser luz de los pueblos, primicia de un mundo nuevo. “No teman”, nos dice hoy
a quienes nos enfrentamos a una tarea que parece tan difícil, en un contexto
que nos retacea certezas y ante una realidad social y cultural que parece
condenar todas nuestras iniciativas a una especie de fracaso a priori, pues no
es otra cosa el desaliento y la desconfianza.
“No teman”. La tarea de ustedes, educadores
cristianos, más allá de dónde se realice, participa de la novedad y la fuerza
de la Resurrección de Cristo. Carácter pascual que no le quita nada de su
autonomía como servicio al hombre y a la comunidad nacional y local, pero le
aporta un sentido y una motivación trascendentes y una fuerza que no brota de
ninguna consideración pragmática, sino de la fuente divina del llamado y la
misión que hemos decidido asumir.
II. UN SERVICIO AL HOMBRE QUE PROMUEVE SU AUTÉNTICA
DIGNIDAD
Ustedes son educadores; ser educador es
comprometerse a trabajar en una de las formas más importantes de promoción de
la persona humana y su dignidad. Y ser educador cristiano es hacerlo desde una
concepción del ser humano que tiene algunas características que la distinguen
de otras perspectivas.
Por supuesto que no se trata de dividir y confrontar.
Al dedicar parte de su esfuerzo, personas e infraestructura a la educación, la
Iglesia participa de una tarea que compete a la sociedad toda y debe ser
garantizada por el Estado. Lo hace no para diferenciarse con mezquindad
proselitista, para competir con otros grupos o con el mismo Estado por el
“alma” y la “mente” de las personas, sino para aportar lo que considera un
tesoro del que es depositaria para compartirlo, una luz que recibió para
hacerla resplandecer en lo abierto. El único motivo por el cual tenemos algo
que hacer en el campo de la educación es la esperanza en una humanidad nueva,
según el designio divino; es la esperanza que brota de la sabiduría cristiana,
que en Jesús Resucitado nos revela la estatura divina a la cual estamos
llamados.
Porque no olvidemos que el Misterio de Cristo
“revela plenamente el hombre al mismo hombre”, como decía Juan Pablo II en su
primera encíclica. Hay una verdad sobre el hombre que no es propiedad ni
patrimonio de la Iglesia, sino de la humanidad entera, pero que la Iglesia
tiene como misión contribuir a revelar y promover. Éste es terreno propio de
ustedes, educadores cristianos. ¿Cómo no llenarse de orgullo, es más, de
emoción y reverencia, ante la delicada y fundamental tarea a la cual han sido
llamados?
Para apoyarlos en esta especie de avanzada
humanizadora en la cual están comprometidos, comparto con ustedes algunas
reflexiones acerca de la concepción cristiana del hombre y su destino.
III. LA ANTROPOLOGÍA CRISTIANA: UNA ANTROPOLOGÍA DE
LA TRASCENDENCIA
En el mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de
este año Benedicto XVI nos propuso volver a considerar el valor de la persona
humana y su dignidad. Quisiera tomar una de las afirmaciones que allí se
despliegan para sumarla a esta meditación eclesial.
El Papa habla de una dignidad trascendente,
expresada en una suerte de “gramática” natural que se desprende del proyecto
divino de la creación. Quizás ese carácter trascendente sea la nota más
característica de toda concepción religiosa del hombre. La verdadera medida de
lo que somos no se calcula solamente en relación con un orden dado por factores
naturales, biológicos, ecológicos, hasta sociales; sino en el lazo misterioso
que, sin liberarnos de nuestra solidaridad con la creación de la cual formamos
parte, nos emparenta con el Creador para no ser simplemente “parte” del mundo
sino “culminación” del mismo. La Creación “se trasciende” en el hombre, imagen
y semejanza de Dios. Porque el hombre no es sólo Adán; es ante todo Cristo, en
quien fueron creadas todas la cosas, primero en el designio divino.
Y fíjense que esto da lugar, en el cristianismo, a
una concepción bastante peculiar de lo que es “trascendencia”. ¡Una
trascendencia que no está “afuera” del mundo! Situarnos plenamente en nuestra
dimensión trascendente no tiene nada que ver con separarnos de las cosas
creadas, con “elevarnos” por sobre este mundo. Consiste en reconocer y vivir la
verdadera “profundidad” de lo creado. El misterio de la Encarnación es el que
marca la línea divisoria entre la trascendencia cristiana y cualquier forma de
espiritualismo o trascendentalismo gnóstico.
En ese sentido, lo contrario a una concepción
trascendente del hombre no sería sólo una visión “inmanente” del mismo, sino
una “intrascendente”. Esto puede parecer un juego de palabras. Porque
“intrascendente” significa, en el lenguaje común y corriente, algo sin
importancia, fugaz, que “no nos deja nada”, algo de lo cual podríamos
prescindir sin perdernos nada. Pero no nos confundamos: ese “juego de palabras”
no es él mismo intrascendente. Revela una verdad esencial. Cuando el hombre
pierde su fundamento divino, su vida y toda su existencia empieza a
desdibujarse, a diluirse, a volverse “intrascendente”. Cae por tierra aquello
que lo hace único, imprescindible. Pierde su fundamento todo lo que hace de su
dignidad algo inviolable. Y a partir de ahí, un hombre vuelto “intrascendente”
pasa a ser una pieza más en cualquier rompecabezas, un peón más en el ajedrez,
un insumo más en todo tipo de cadena de producción, un número más. Nada
trascendente, sólo uno más de muchos elementos todos ellos intrascendentes,
todos ellos in-significantes en sí mismos. Todos ellos intercambiables.
Este modo intrascendente de concebir a las personas
lo hemos visto y lo vemos todos los días. Niños que viven, se enferman y mueren
en las calles y a nadie le importa. Un “cabecita” más o menos, o peor aún, un
“pibe chorro” menos (como pude escuchar horrorizado de labios de un “comunicador”
en la televisión), ¿qué importancia tiene? Una chica secuestrada de su casa y
esclavizada ignominiosamente en los circuitos de prostitución que impunemente
proliferan en nuestro país, ¿por qué habría de quitarnos el sueño? Es sólo una
más... Un niño al cual no se le permite nacer, una madre a la cual nadie da una
mano para que pueda hacerse cargo de la vida que brota de ella, un padre al que
la amargura de no poder brindar a sus hijos lo que a ellos les correspondería
lo lleva a la desesperación o a la indiferencia... ¿qué importancia tiene todo
esto si no afecta a los números y estadísticas con que nos consolamos y
tranquilizamos?
No hay peor antropología que una antropología de la
intrascendencia para la cual no hay diferencias: con la misma vara con que se
mide cualquier objeto, se puede medir a una persona. Se calculan “gastos”,
“daños colaterales”, “costos”... que solamente empiezan a “trascender” en las
decisiones cuando los números abultan: demasiados desocupados, demasiados
muertos, demasiados pobres, demasiados desescolarizados... Frente a esto ¿qué
pasa si caemos en la cuenta de que una antropología de la trascendencia se ríe
de esos números mezquinos y sostiene, sin que le tiemble el pulso, que cada uno
de esos pequeños tiene una dignidad infinita? Que cada uno de ellos es
infinitamente trascendente: lo que se haga o se deje de hacer con cada uno de
ellos, se lo hace con el mismo Cristo... ¡con el mismo Dios!
A esta luz, comprendemos de un modo nuevo aquella
sentencia del Señor según la cual “no se puede servir a Dios y al Dinero”. No
se trata sólo de una cuestión de ascesis personal, de un ítem junto a otros
para el examen de conciencia. El dinero es la “medida universal de todas las
cosas”, en el mundo moderno. Todo tiene un precio. El valor intrínseco de cada
cosa se uniforma en un signo numérico. ¿Recuerdan que hace ya varios años se
decía que desde el punto de vista económico era lo mismo producir tanques o
caramelos, mientras los números fueran iguales? Del mismo modo, sería lo mismo
vender drogas o libros, si los números cierran. Si la medida del valor es un
número, todo da lo mismo mientras el número no varíe. La medida de cada ser
humano es Dios, no el Dinero. Eso es lo que quiere decir “dignidad
trascendente”. Las personas no se pueden “contar” ni “contabilizar”. No hay
reducción posible de la persona a un denominador común (numérico o como se
quiera) entre sí y con otras cosas del mundo.
Cada uno es único. Todos importan totalmente y
singularmente. Todos nos deben importar. Ni una sola violación a la dignidad de
una mujer o un hombre puede justificarse en nombre de ninguna cosa o idea. De
ninguna.
¿Hace falta decir que tomarse en serio esto sería
el inicio de una completa revolución en la cultura, en la sociedad, en la economía,
en la política, en la misma religión? ¿Hace falta nombrar algunas de las
prácticas normalmente aceptadas en las sociedades modernas que quedarían
privadas de toda justificación si realmente se pusiera la dignidad trascendente
de la persona por encima de cualquier otra consideración?
IV. DIGNIDAD TRASCENDENTE: EL HOMBRE COMO PARTE Y
CULMEN DE LA CREACIÓN
En primer lugar, la trascendencia de la persona
humana se da con respecto a la naturaleza.
¿Qué significa esto?
Las personas tenemos una relación compleja con el
mundo en que vivimos, precisamente por nuestra doble condición de hijos de la
tierra e hijos de Dios. Somos parte de la naturaleza; nos atraviesan los mismos
dinamismos físicos, químicos, biológicos, que a los demás seres que comparten
el mundo con nosotros. Aunque se trate de una afirmación banalizada y tantas
veces mal entendida, “somos parte del todo”, un elemento del admirable
equilibrio de la Creación.
La tierra es nuestra casa. La tierra es nuestro
cuerpo. También nosotros somos la tierra. Sin embargo, para la civilización
moderna, el hombre está disociado armónicamente del mundo. La naturaleza ha
terminado convirtiéndose en una mera cantera para el dominio, para la
explotación económica. Y así nuestra casa, nuestro cuerpo, algo de nosotros, se
degrada. La civilización moderna conlleva en sí una dimensión biodegradable.
¿A qué se debe esto? En línea de lo que venimos
meditando, esta ruptura (que sin duda nos va a costar y ya nos está costando
mucho sufrimiento, poniendo incluso un signo de pregunta sobre nuestra misma
supervivencia) esta ruptura, digo, puede entenderse como una suerte de
“trascendencia desnaturalizada”. Como si la trascendencia del hombre respecto
de la naturaleza y del mundo implicara separación. Nos pusimos frente a la
naturaleza, nos enfrentamos a ella, y en ello ciframos nuestra trascendencia,
nuestra humanidad. Y así nos fue.
Porque trascendencia respecto de la naturaleza no
significa que podamos romper gratuitamente con su dinámica. Que seamos libres y
que podamos investigar, comprender y modificar el mundo en que vivimos no
significa que todo valga. No hemos puesto nosotros sus “leyes”, ni las vamos a
ignorar sin serias consecuencias. Esto es válido también para las leyes
intrínsecas que rigen nuestro propio ser en el mundo. Los humanos podemos
levantar nuestra cabeza por encima de los determinismos naturales... pero para
comprender su riqueza y su sentido y liberarlos de sus falencias, no para
ignorarlos; para reducir el azar, no para pisotear las finalidades que se
fueron ajustando durante cientos de miles de años. Esa es la función de la
ciencia y la técnica, que no pueden tener lugar disociadas de las profundas
corrientes de la vida. Libres, pero no disociados de la naturaleza que nos fue
dada. La ciencia y la técnica se mueven en una dimensión creativa: desde la
primera incultura primordial y por medio de la inteligencia y el trabajo, crean
cultura. La primera forma de incultura se transforma en cultura. Pero si no se
respetan las leyes que la naturaleza lleva en sí, entonces la actividad humana
es destructiva, produce caos; es decir se da una segunda forma de incultura, un
nuevo caos capaz de destruir al mundo y a la humanidad.
Cito al Papa hablándoles a los participantes de un
Congreso hace sólo dos meses: “no todo lo que es científicamente factible es
también éticamente lícito. ...Fiarse ciegamente de la técnica como única
garante de progreso, sin ofrecer al mismo tiempo un código ético que hunda sus
raíces en la misma realidad que se estudia y desarrolla, equivaldría a hacer
violencia a la naturaleza humana, con consecuencias devastadoras para todos”.
Precisamente porque no somos sólo “naturaleza” en
el sentido moderno del término, porque no somos sólo física, química, biología,
es que podemos interrogarnos por el sentido y estructura de nuestro ser natural
y ubicarnos en continuidad con ello. Es decir, con sabiduría, y no con
arbitrariedad, creando “cosmos” y no “caos”.
Pensemos las múltiples ramificaciones que tiene
esta idea. Como educadores, tendrán que asumir el desafío de contribuir a una
nueva sabiduría ecológica que entienda el lugar del hombre en el mundo y que
respete al mismo hombre que es parte del mundo. El sentido de la ciencia y la
técnica, de la producción y el consumo, del cuerpo y de la sexualidad, de los
medios por los cuales somos partícipes de la creación y transformación del
mundo dado por Dios, merece una rigurosa meditación en nuestras comunidades y
en nuestras aulas; meditación que no excluye una conversión de la mente y el corazón
para ir más allá de la dictadura del consumismo, de la imagen y de la
irresponsabilidad. Y conste que no me estoy refiriendo a acciones
espectaculares: ¿por qué, por ejemplo, no hacer de nuestras escuelas el lugar
donde se pueda lleva a cabo un replanteo de nuestros hábitos de consumo? ¿No
podríamos ponernos a imaginar, junto con las familias de nuestras comunidades
educativas, nuevas y mejores formas de alimentarnos, de festejar, de descansar,
de elegir los objetos que acompañarán nuestros pasos en el mundo? Revalorizar
lo gratuito en vez de lo que sólo vale si cuesta, revalorizar lo que implica
tiempo y trabajo compartido en vez de lo “ya hecho” para el rápido descarte.
Revalorizar asimismo la belleza plural y diversa de las personas en vez de someternos
a la dictadura de los cuerpos estandarizados o de las diferencias entendidas
como motivos de discriminación.
Un humanismo trascendente nos invita, entonces, a
replantear el modo en que somos parte de la “naturaleza” sin reducirnos a ella.
Pero hay más.
V. DIGNIDAD TRASCENDENTE: LA TRASCENDENCIA DEL AMOR
La dignidad trascendente de la persona también
implica la trascendencia respecto del propio egoísmo, la apertura constitutiva
hacia el otro.
La concepción cristiana de “persona humana” no tiene
mucho que ver con la posmoderna entronización del individuo como único sujeto
de la vida social. Algunos autores han denominado “individualismo competitivo”
a la ideología que, luego de la “caída de las certezas de la modernidad”, se ha
adueñado de las sociedades occidentales. La vida social y sus instituciones
tendrían como única finalidad la consecución de un campo lo más ilimitado
posible para la libertad de los individuos.
Pero, como les decía en un mensaje anterior, la
libertad no es un fin en sí mismo, un agujero negro detrás del cual no hay
nada, sino que se ordena a la vida más plena de la persona, de todo el hombre y
todos los hombres. Ahora bien: una vida más plena es una vida más feliz. Todo
lo que podamos imaginar como parte de una “vida feliz” incluye a mis
semejantes. No hay humanismo realista y verdadero si no incluye la afirmación
plena del amor como vínculo entre los seres humanos; en las distintas formas en
que ese vínculo se realiza: interpersonales, íntimas, sociales, políticas, intelectuales,
etc.
Esta afirmación podría parecer obvia. ¡Pero no lo
es! La relación primordial del hombre con su semejante ha sido formulada de
otras maneras en la historia del pensamiento y de la política. Recordemos
algunas definiciones: “el hombre es lobo para hombre”; “antes de toda
regulación estatal la sociedad es una guerra de todos contra todos”; “el lucro
es el motor principal de toda actividad humana…” Desde algunas de esas
perspectivas, el hombre (el individuo humano) es libre sobre todo para adueñarse
de los bienes de la tierra y así satisfacer sus deseos. Como cae de maduro,
considerará al otro (que también quiere esos bienes) como un límite para su
libertad. Ya conocemos la máxima: “tu libertad termina donde empieza la de los
demás”. Es decir: “si los demás no estuvieran, vos serías más libre”… Es la
exaltación del individuo “contra” los demás; la herencia de Caín: si es de él,
no es mío; si es mío no puede ser de él.
Esta definición “negativa” de la libertad termina
siendo la única posible si partimos del absolutismo del individuo; pero no lo
es si consideramos que todo ser humano está esencialmente referido a su
semejante y a su comunidad. En efecto: si es verdad que la palabra, uno de los
rasgos principales distintivos de la persona, no nace exclusivamente en nuestro
interior sino que se amasa en las palabras que me han sido transmitidas y me
han convertido en lo que soy (la “lengua materna”, lengua y madre); si es
verdad que no hay humanidad sin historia y sin comunidad (porque nadie “se hizo
solo”, como les gusta farfullar a las ideologías de la depredación y la
competencia); si nuestro hablar siempre es respuesta a una voz que nos habló
primero (y, en última instancia, a la Voz que nos puso en el ser), ¿qué otro
sentido puede tener la libertad que no sea abrirme la posibilidad de “ser con
otros”? ¿Para qué quiero ser libre si no tengo ni un perro que me ladre? ¿Para
qué quiero construir un mundo si en él voy a estar solo en una cárcel de lujo?
La libertad, desde este punto de vista, no “termina”, sino que “empieza” donde
empieza la de los demás. Como todo bien espiritual, es mayor cuanto más
compartida sea.
Pero vivir esta libertad “positiva” implica
también, como se señala más arriba, una completa “revolución” de
características imprevisibles, otra forma de entender la persona y la sociedad.
Una forma que no se centre en objetos a poseer, sino en personas a quienes
promover y amar.
Porque suceden ciertas cosas que deberían
provocarnos alarma: por ejemplo ¿qué clase de locura es aquélla por la cual un
adulto puede llegar a denunciar a la Justicia a un niño de cinco años porque le
sacó un juguete a su hijo en el jardín, como efectivamente pasó entre nosotros
hace un par de años? Ni más ni menos que la locura en que estamos sumergidos
todos, en mayor o menor medida: la locura de juzgar toda nuestra vida, personal
y social, por los objetos que poseemos o no poseemos. La lógica según la cual
un hombre vale lo que tiene o lo que puede llegar a tener. La lógica de lo que
me puede dar (siempre hablando materialmente) o, si queremos ser más crueles,
lo que le puedo arrebatar. La lógica basada en la idea de que la vida humana,
personal y social, no se rige por la condición de persona de cada uno de
nosotros, por nuestra dignidad y a través de nuestra responsabilidad (nuestra
capacidad de responder a la palabra que nos convoca), sino por relaciones
centradas en objetos inertes. Es decir, ¡la intrascendencia de la persona
respecto a la mera pulsión de apoderarse de cosas! Fíjense cómo, por otro
camino, llegamos a la misma idea con que empezó esta reflexión.
Esta antropología de la intrascendencia encuentra
su excusa y su caldo de cultivo en la hiperinflación que en las últimas décadas
ha tenido el concepto de “Mercado”. Insistencia (en muchos casos, prácticamente
absolutización) que desde una perspectiva cristiana no se ha dudado en
denominar idolatría.
Aclaremos un poco las cosas. No estamos demonizando
el Mercado como una cierta forma de organizar nuestros intercambios y pensar el
mundo de la economía. Pero el problema es que la idea de “Mercado”, casi en su
origen, no alude a otra cosa que a muchísima gente comprando y vendiendo. Todo
lo que no sea comprar o vender, no forma parte de él. El problema radica en que
no todo se compra ni todo se vende. Algunas cosas, porque “no tienen precio”,
por ejemplo, los bienes que llamamos “espirituales”: el amor, la alegría, la
compasión, la verdad, la paciencia, el coraje, etc.; pero otras, simplemente
porque el que debería comprarlas para su utilidad y necesidad no puede hacerlo,
porque no tiene dinero, capacidad, salud, etc.
Esto aporta toda una nueva serie de problemas, a
los cuales no es la primera vez que me refiero: como por ejemplo para “ser
alguien” (es decir, para “existir” en el mundo como Mercado) hay que “tener”
cosas, si yo no puedo tenerlas “por las buenas” (es decir, por poseer algo que
el Mercado considere valioso para ofrecer), no me quedará otra que aceptar que
“no existo”, que no hay para mí ningún lugar, ni siquiera el último... o
intentar tenerlas “por las malas”. Y como el mundo de la economía no se rige
tanto por las necesidades reales sino por lo que es más rentable (aunque sea
superfluo), habrá muchísimos que “no tienen” pero querrán “seguir siendo”. De
modo que los que “sí tienen” deberán redoblar sus cuidados y multiplicar sus
rejas a fin de que aquellos que fueron expulsados no traten de entrar por las
ventanas…las de la sociedad... y también las de sus casas. ¿Historia conocida?
Exclusión por un lado, autoreclusión por el otro, son las consecuencias de la
lógica interna del reduccionismo economicista. ¿Aceptaremos que estos son “los
tristes laureles que supimos conseguir”? ¿O nos decidiremos a sacudirnos el
lastre de intrascendencia e individualismo que se nos ha ido acumulando, para imaginar
y poner en práctica otra antropología?
¿Cuál será la clave para esta otra antropología?
Conciencia de ciudadanos, dirán algunos. Solidaridad. Conciencia de pueblo.
¿Por qué no reconducirla hacia su fuente, aunque parezca débil o romántica, y
llamarla amor? Porque ésa, verdaderamente, es una de las claves de la dignidad
trascendente de la persona.
VI. DIGNIDAD TRASCENDENTE DE LOS HIJOS DE DIOS
Llegamos así a la dimensión última de la
trascendencia humana. No basta con reconocer y vivir una nueva conciencia
ecológica que supere toda reducción determinista a lo natural-biológico, y una
nueva conciencia humanística y solidaria que se oponga a la bruma del egoísmo
individualista y economicista. Las mujeres y hombres que vivimos en la tierra
soñamos con un mundo nuevo que en su plenitud probablemente no veremos con
nuestros ojos, pero lo queremos, lo buscamos, lo soñamos. Un escritor
latinoamericano decía que tenemos dos ojos: uno de carne y otro de vidrio. Con
el de carne miramos lo que vemos, con el de vidrio miramos lo que soñamos.
Pobre una mujer o un hombre, pobre un pueblo, que clausura la posibilidad de
soñar, que se cierra a las utopías. Por ello, es parte de la dignidad
trascendente del hombre su apertura a la esperanza.
Hace algunos años les decía que la esperanza no es
un “consuelo espiritual”, una distracción de las tareas serias que requieren
nuestra atención, sino una dinámica que nos hace libres de todo determinismo y
de todo obstáculo para construir un mundo de libertad, para liberar a esta
historia de las consabidas cadenas de egoísmo, inercia e injusticia en las
cuales tiende a caer con tanta facilidad. Es una determinación de apertura al
futuro. Nos dice que siempre hay un futuro posible. Nos permite descubrir que
las derrotas de hoy no son completas ni definitivas, liberándonos así del
desaliento; y que los éxitos que podemos obtener tampoco lo son, salvándonos de
la esclerosis y el conformismo. Nos revela nuestra condición de seres no
terminados, siempre abiertos a algo más, en camino. Y nos agrega la conciencia
creyente, la certeza de un Dios que se mete en nuestra vida y nos auxilia en
ese camino.
Esta conciencia de trascendencia como apertura es
imprescindible para ustedes, queridos educadores. Sabemos que educar es apostar
al futuro. Y el futuro es regido por la esperanza.
Pero la antropología cristiana no se queda ahí. Esa
apertura no es, para el creyente, solamente una especie de indeterminación
difusa respecto de los fines y sentidos de la historia personal y colectiva. Porque
también es posible y sumamente peligroso superar el desánimo y el
conformismo... para caer en una especie de relativismo que pierde toda
capacidad de evaluar, preferir y optar. No se trata sólo de construir sin
garantías ni raíces memoriosas. Se trata de poder fundar esa construcción en un
sentido que no quede librado al azar de las inspiraciones momentáneas o de los
resultados, a la suerte de las coincidencias o, finalmente, a la voz que logra
gritar más fuerte e imponerse sobre las demás.
La trascendencia que nos revela la fe nos dice
además, que esta historia tiene un sentido y un término. La acción de Dios que
comenzó con una Creación en cuya cima está la creatura que podía responderle
como imagen y semejanza suya, con la cual él entabla una relación de amor y que
alcanzó su punto maduro con la Encarnación del Hijo, tiene que culminar en una
plena realización de esa comunión de un modo universal. Todo lo creado debe
ingresar en esa comunión definitiva con Dios iniciada en Cristo Resucitado. Es decir:
caminamos hacia un término que es cumplimiento, acabamiento positivo de la obra
amorosa de Dios. Un término que no es resultado inmediato o directo de la
acción humana, sino que es una acción salvadora de Dios, el broche final de la
obra de arte que él mismo inició y en la cual quiso asociarnos como
colaboradores libres; y el último sentido de nuestra existencia se resuelve en
el encuentro personal y comunitario con el Dios-Amor, más allá incluso de la
muerte.
Los cristianos creemos que no todo es lo mismo. No
vamos a cualquier lado. No estamos solos en el universo. Y esto, que a primera
vista puede parecer tan “espiritual”, puede también ser absolutamente decisivo
y dar lugar a un vuelco radical en nuestra forma de vivir, en los proyectos que
imaginamos y tratamos de desarrollar, en los sentidos y valores que sostenemos
y transmitimos.
Es verdad que no todos comparten nuestras creencias
acerca del sentido teológico de la historia humana. Pero eso no tiene por qué
cambiar un milímetro el significado que aporta a nuestra acción. Aún cuando
muchos hermanos nuestros no profesen nuestro Credo, sigue siendo fundamental
que nosotros sí lo hagamos. Fundamental para nosotros y también para ellos,
aunque no puedan verlo, en la condición de que por ese camino, estaremos
colaborando en la llegada del Reino para todos, aun para los que no han podido
reconocerlo en los signos eclesiales.
La certeza en la acción escatológica de Dios que
instaurará su Reino en el fin de los tiempos tiene un efecto directo sobre nuestra
forma de vivir y de actuar en medio de la sociedad. Nos prohíbe cualquier tipo
de conformismo, nos quita excusas para las medias tintas, deja sin
justificación toda componenda o “agachada”. Sabemos que hay un Juicio, y ese
Juicio es el triunfo de la justicia, el amor, la fraternidad y la dignidad de
cada uno de los seres humanos, empezando por los más pequeños y humillados;
entonces no tenemos forma de hacernos los distraídos. Sabemos de qué lado
tenemos que estar entre las alternativas que se nos plantean, entre cumplir las
leyes o esquivarlas con viveza criolla, entre decir la verdad o manipularla
para nuestra conveniencia, entre dar respuesta al necesitado que encontramos en
la vida o cerrarle la puerta en la cara, entre buscar y ocupar el lugar que nos
corresponde en la lucha por la justicia y el bien común según la posibilidades
y competencias de cada uno o “borrarnos olímpicamente” construyéndonos nuestra
propia burbuja, entre una y otra opción en cada encrucijada cotidiana, sabemos
de qué lado tenemos que estar. Y esto, en los tiempos que corren, no es poca
cosa.
VII. UNA NUEVA HUMANIDAD QUE PUEDE EMPEZAR EN CADA
ESCUELA
Profesar una creencia y sostener una determinada
manera de ver a la persona y de querer ser seres humanos no es una actitud con
mucha prensa en estos tiempos de relativismo y caída de las certezas. A río
revuelto ganancia de pescadores: cuanto menos certezas, más lugar para que nos
convenzan de que lo único sólido y cierto es lo que los eslóganes del consumo y
la imagen nos proponen.
Pero lo último que debemos hacer es atrincherarnos
defensivamente y lamentarnos amargamente por el estado del mundo. No nos es
lícito convertirnos en unos desconfiadores a priori (que no es lo mismo que
tener pensamiento crítico, sino su versión obtusa) y felicitarnos entre
nosotros, en nuestro mundillo clausurado, por nuestra claridad doctrinal y
nuestra insobornable defensa de las verdades... defensas que sólo terminan
sirviendo para nuestra propia satisfacción. Se trata de otra cosa: de hacer aportes
positivos. Se trata de anunciar, de empezar a vivir en plenitud de otra manera,
convirtiéndonos en testigos y constructores de otra forma de ser humanos, lo
cual no va a darse, convenzámonos, con miradas hoscas y temples de criticones.
Se trata de implementar nuestra vocación más profunda no enterrando el denario,
sino de salir convencido no sólo de que las cosas se pueden cambiar sino que
hay que cambiarlas y que las podemos cambiar.
Jonás es una figura de la Biblia que nos puede
inspirar en tiempos de cambio e incertidumbre; es un personaje que puede estar
espejando actitudes de nosotros, en muchos casos educadores con experiencia
acumulada, con estilos y formas aquilatadas de proceder. Él vivía tranquilo y
ordenado, con ideas muy claras sobre el bien y el mal, sobre cómo actúa Dios y
qué es lo que quiere en cada momento; sobre quiénes son fieles a la alianza y
quiénes no. Tanto orden lo llevó a encuadrar con demasiada rigidez los lugares
donde había que desplegar su misión de profetizar. Jonás tenía la receta y las
condiciones para ser un buen profeta y continuar la tradición profética en la
línea de “lo que siempre se había hecho”.
De pronto, Dios desbarató su orden irrumpiendo en
su vida como un torrente, quitándole todo tipo de seguridades y comodidades
para enviarlo a la gran ciudad a proclamar lo que Él mismo le dirá. Era una
invitación a asomarse más allá del borde de sus límites, ir a la periferia. Lo
envía a Nínive, «la gran ciudad», símbolo de todos los separados, alejados y
perdidos. Jonás experimentó que se le confiaba la misión de recordar a toda
aquella gente, tan perdida, que los brazos de Dios estaban abiertos y esperando
que volvieran para curarlos con su perdón y alimentarlos con su ternura. Pero
esto casi no entraba en todo lo que Jonás podía comprender, y se escapó. Dios
lo mandaba a Nínive, y él se marchó en dirección contraria, a Tarsis, para el
lado de España.
Las huidas nunca son buenas. El apuro nos hace no
estar demasiado atentos y todo puede volverse un obstáculo. Embarcado hacia
Tarsis se produce una tempestad y los marineros lo tiran al agua porque
confiesa que él tiene la culpa. Estando en el agua un pez se lo traga. Jonás,
que siempre había sido tan claro, tan cumplidor y ordenado, no había tenido en
cuenta que el Dios de la alianza no se retracta de lo que juró, y es
machaconamente insistidor cuando se trata del bien de sus hijos. Por eso,
cuando a nosotros se nos acaba la paciencia, Él comienza a esperar haciendo
resonar muy suavemente su palabra entrañable de Padre.
Lo mismo que Jonás, podemos escuchar una llamada
persistente que vuelve a invitarnos a correr la aventura de Nínive, a aceptar
el riesgo de protagonizar una nueva educación, fruto del encuentro con Dios que
siempre es novedad y que nos empuja a romper, partir y desplazarnos para ir más
allá de lo conocido, hacia las periferias y las fronteras, allí donde está la
humanidad más herida y donde los chicos y chicas, por debajo de la apariencia
de la superficialidad y conformismo, siguen buscando la repuesta a la pregunta
por el sentido de la vida. En la ayuda para que nuestros hermanos encuentren
una respuesta también nosotros encontraremos renovadamente el sentido de toda
nuestra acción y el gozo de nuestra vocación, el lugar de toda nuestra oración
y el valor de toda nuestra entrega.
Permítanme terminar mi mensaje, como otros años,
con algunas propuestas que junto a otras que a Ustedes se les ocurran, puede
que ayuden a llevar adelante estos deseos y propósitos. Lo haré en forma de
preguntas:
* ¿Por qué no intentamos vivir y transmitir la
prioridad de los valores no cuantificables: la amistad (¡tan cara, esta vez en
el mejor sentido de la palabra, a nuestros adolescentes!), la capacidad de
festejar y disfrutar simplemente de los buenos momentos (¡aunque unas cuantas
hormigas cuchicheen contra el violín de la cigarra!), la sinceridad, ésa que
produce paz y confianza y la confianza que alienta la sinceridad? Fácil
decirlo, tan poético como suena... pero sumamente exigente vivirlo, ya que
implica arrancarnos de mucho tiempo de eficientismo y materialismo enquistado
en nuestras más arraigadas creencias...arrancamos del sometimiento y adoración
al dios “gestión exitosa”.
* ¿Por qué no inventamos nuevas formas de encuentro
entre nosotros, sin segundas intenciones? ¿Por qué no buscamos la forma de que
el espacio del que disponemos en nuestros colegios pueda multiplicar sus
potencialidades, imaginando formas de recibir colaboración e ideas de muchos,
haciendo de nuestras casas lugares de inclusión y encuentro de las familias,
los jóvenes, las personas mayores y los niños? No será fácil: exige tener en
cuenta y resolver multitud de cuestiones prácticas. Pero tener que resolverlas
es eso: resolverlas, no renunciar a tratar de hacerlo.
* ¿Por qué no nos atrevemos a incorporar en
nuestras clases más testimonios de cristianos y personas de buena voluntad que
han soñado con una humanidad distinta, sin pretender una exhaustiva
correspondencia con alguna norma preestablecida, cualquiera fuera? Sabemos que
ese tipo de figuras tienen una fuerza enorme como símbolos de la utopía y la
esperanza, más que como modelos para seguir a la letra. ¿Por qué no alegrarnos
de que la humanidad haya dado hijos suyos que permitieron mantener la cabeza en
alto a generaciones enteras? Recordar y celebrar, según el estilo, la cultura y
la historia de cada comunidad, a mujeres y hombres que han brillado no por sus
millones o por las luces “truchas” con que los han iluminado, sino por la
fuerza misma de su virtud y su alegría, por la calidad desbordante de su
dignidad trascendente... Claro, venimos de una historia de desconfianzas,
exclusiones, sospechas mutuas, descalificaciones... ¿No será ya hora de darnos
cuenta de que lo peor que nos puede pasar no es despertar sueños y esperanzas
que luego podrán ser maduradas y sostenidas, sino quedarnos en una chatura
mortal en la cual nada tiene relevancia, nada tiene trascendencia; quedarnos en
la cultura de la pavada?
* Por último, ¿por qué no ponernos a buscar la
forma de que cada persona recupere y ya no pierda aquello que le es más propio,
aquello que es el signo por excelencia de su espíritu, aquello que arraiga en
su ser mundano pero lo trasciende hasta el punto de ubicarlo en posición de
dialogar con su Creador? No hace falta aclararlo demasiado: me refiero al don
de la palabra. Don que exige muchas cosas de nuestra parte: responsabilidad,
creatividad, coherencia... Exigencias que no nos eximen de animarnos a tomar la
palabra y sobre todo, queridos educadores, de darla. Tomar y dar la palabra
generando el espacio para que esa palabra, en labios de nuestros chicos y
jóvenes, crezca, se fortalezca, eche raíces, se eleve. Acogiendo esa palabra,
que a veces podrá ser molesta, cuestionadora, quizás alguna vez hasta hiriente,
pero también creativa, purificadora, nueva...
Palabra humana que adquiere tal relevancia cuando
se hace diálogo con el mismo Dios, que nos hace grandes en nuestra pequeñez,
que nos hace libres frente a cualquier poder porque nos torna habitual el trato
con Él que es quien más puede, que desarrolla en nosotros una sensibilidad
especial a la vez que ensancha horizontes, que nos deslumbra y enamora. Esa
posibilidad entrañable de orar, es un derecho que cada chico y cada joven está
en condiciones de ejercer. Y entonces, ¿si oramos? ¿si enseñamos a orar a
nuestros chicos y jóvenes?
Ensayemos estos y otros intentos. Veremos que una
nueva humanidad se irá manifestando, más allá de los reduccionismos que
achicaron el tamaño de nuestra esperanza. No basta con constatar lo que falta,
lo que se perdió: es preciso que aprendamos a construir lo que la cultura no da
por sí misma, que nos animemos a encarnarlo, aunque sea a tientas y sin plenas
seguridades. Eso es lo que debe poder encontrase en nuestras escuelas católicas
¿Pedimos milagros? ¿Y por qué no?
En la Pascua del Señor de 2007
Card. Jorge
Mario Bergoglio SJ, Arzobispo de Buenos Aires
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