ENSAYO Nº2: GLORIA – UNA ESTÉTICA TEOLÓGICA. PARTE I “PERCEPCIÓN DE LA FORMA”
“Siempre, a lo largo de la historia, las actitudes éticas han estado enfrentadas a las estéticas. La síntesis perfecta no se ha dado hasta el momento, al menos en el conjunto de la sociedad. (...) presenta cuatro grandes obras «actuales» que tratan sobre la belleza: las de Von Balthasar Evdokimov, Bernard y Häring”.[1]
Es acertado el pensamiento de Von Balthasar en cuanto a un cierto rechazo a la belleza y su papel que juega dentro de toda la historia, quedando relegado a las ciencias inexactas. Por ejemplo hoy en día vivimos frente a una crisis cultural de fealdad. No creemos exagerar si afirmamos que estamos ante una rebelión contra la belleza, la armonía, complaciéndonos en lo burdo y absurdo. La opción por lo antiestético, es expresión de la negación del sentido armónico de la existencia y, en consecuencia, de la posibilidad del gozo contemplativo. La fealdad procurada es lo más parecido que conocemos al placer del pirómano, que disfruta con la destrucción de la creación.[2]
Frente a esta crisis cultural de fealdad, el cristianismo está llamado a continuar su ancestral vocación de “tutor” o “abogado” de la expresión estética. Ciertamente,
Conjuntamente con las tradicionales vías racionales para el conocimiento de Dios,
En resumen, la belleza es una clave fundamental para la comprensión del misterio de la existencia. Encierra una invitación a gustar la vida y a abrirse a la plenitud de la eternidad. La belleza es un destello del Espíritu de Dios que transfigura la materia, abriendo nuestras mentes al sentido de lo eterno.
“La belleza salvará al mundo”[3]. Pero, “¿qué belleza salvará el mundo?”, para Von Balthasar, no hay más belleza pura que la de Jesús crucificado.
Es así que Von Balthasar comienza una serie de 7 volúmenes partiendo de la belleza, aureola de resplandor imborrable que rodea a la estrella de la verdad y del bien y su indisociable unión. Y porque siendo la cúspide de toda reflexión, habría que considerarla como la palabra inicial de todo cristiano.
La belleza reclama actualmente tanto valor y fuerza de decisión como la verdad y el bien, pero cuando el hombre sólo se fija en las apariencias y no es capaz de percibir la verdadera belleza, sufre una angustia terrible, siente la necesidad de abrazar algo y cuando este algo se desvanece o permanece inalcanzable para él, le resulta insufrible, por ello no tiene otra alternativa que negarlo o rodearlo de un silencio de muerte.
El mundo sin belleza, no tendría sentido, así como el bien ha perdido su fuerza atractiva: la evidencia de su deber ser realizado, como dice Von Balthasar, el hombre se cuestiona ¿por qué hacer el bien y no el mal?
“En este mundo que vivimos se tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza. La belleza, como la verdad, pone alegría en el corazón de los hombres; es el fruto precioso que resiste a la usura del tiempo, que une a las generaciones y las hace comunicarse en la admiración.” [4]
Sin la belleza, ciertamente caeríamos en una desesperación porque ya nada es atractivo. ¿Y si esto ocurre con los trascendentales, sólo porque uno de ellos ha sido descuidado, ¿qué ocurrirá con el ser mismo? En este problema se enfoca la libertad del hombre y para ello Baltasar intenta explicar la belleza a través del misterio de la forma. La interioridad es simultánea con su comunicación, el alma con su cuerpo, la participación libre según las leyes y la inteligibilidad de un lenguaje. Este es el fenómeno primordial. Lo originario no es un espíritu desprovisto de cuerpo ni un cuerpo desprovisto de espíritu. La forma del hombre, ésta indisoluble unión no es un impedimento de libertad, más bien el ser del hombre se identifica con ellos.
¿Qué es ésta forma?, Balthasar dirá que la forma es aquello que intenta expresar la belleza. El hombre no podría vivir sin la forma que él ha elegido y a la cual mantiene una íntima relación de manera que la forma vendría a ser la expresión de su alma. Por lo tanto, el cuerpo debe expresar la fecundidad de su espíritu. A este modo de vivir, se le denomina “forma originaria”, pero para vivirla es preciso percibir la forma espiritual.
Muchas formas han aparecido en la historia, épocas por ejemplo dominadas por la representación durante las cuales ante la multitud de formas se experimentaban lo bueno y lo bello, pero se corría el riesgo de pasar de la forma originaria a las derivadas, es decir caer en sólo ideologías. Además hubo épocas en las que la belleza se manifiesta a través de la desbordante abundancia de las formas engendradas. Finalmente hay épocas en las que el hombre se siente humillado y degradado y tiende a negar las formas y renegar de un mundo que rechaza y destruye su propio ser – imagen. Si el ser del hombre se redujese a esto, no valdría la pena nada, nada tendría sentido si no existiese lo único necesario. San Agustín pasó por esto un largo trecho de su vida, no encontrando un sentido a su vida y el mismo Papa Juan Pablo II, nos lo recuerda:
La belleza es la clave del misterio y llamada a lo trascendente. Es una invitación a gustar la vida y a soñar el futuro. Por eso la belleza de las cosas creadas no puede saciar del todo y suscita esa arcana nostalgia de Dios que un enamorado de la belleza como san Agustín ha sabido interpretar de manera inigualable: “¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé!”[5]
Toda fecundidad y toda libertad descansan en la interioridad de la forma, y la vida sólo puede ser comprendida desde el misterio de esa interioridad. Balthasar dirá: ciertamente el ser cristiano es forma, ¿acaso hay algo más completo e indisoluble y, a la vez, más configurado que la forma cristiana? En efecto el cristianismo supera el carácter problemático de la incertidumbre y la melancolía que aprisionan profundamente a la mayoría de las formas vitales porque en ella reside el perdón de los pecados, la santidad, de una iluminación y ennoblecimiento de todo el ámbito existencial que garantiza el desarrollo de una forma espiritual. La imagen de la existencia es irradiada por el arquetipo de Cristo.
No cabe duda, que el mayor ejemplo de imitación de este arquetipo para los cristianos es María –la preservada del pecado- como “la criatura más bella de la creación” o “la obra maestra del Creador”.[6]
La belleza es el modo a través del cual se comunica la bondad de Dios y en el que se expresa la verdad que Dios participa a los hombres. Es la categoría estética adecuada para el amor de Dios. El resplandor de este amor muestra la majestad divina en su alteralidad:
“Ante la majestuosidad del amor absoluto – que en la revelación se encuentra con el hombre, lo hace suyo, lo invita y lo eleva hasta una incomprensible intimidad – el espíritu infinito posee por primera vez el presentimiento de lo que significa efectivamente el que Dios sea la alteridad absoluta”.[7]
“Lo bello, en su objetividad, expresa el manifestarse de manera interior del ente, se manifiesta en su forma exterior o sensible…, esta manera invisible se manifiesta en la forma visible.”[8]
Dios se manifiesta mediante el esplendor y la gloria del amor: y este amor lo vemos en la inmolación de Cristo en la cruz. La cruz es el criterio absoluto de la verdad cristiana y coloca a Cristo en el centro de la revelación y, por tanto, de la teología.
El proyecto de una estética teológica emana de la persuasión según la cual el modo de darse de Dios en la revelación tiene los mismos caracteres que el modo de darse de la belleza (auto evidencia, desinterés, gratuidad, etc.). En efecto, analógicamente a lo bello, que lleva consigo una evidencia que brilla y se impone inmediatamente, Cristo posee en sí una evidencia intrínseca parangonable a las obras de arte y a los principios matemáticos.
La naturaleza “estética” de la revelación entendida al modo de Balthasar, consiste en el hecho de que en ella Dios se autoexhibe en el esplendor evidente (splendor) de su gloria, manifestando a través de Cristo su amor y consentimiento.
“Lo sobrenatural no suplanta aquello que no hemos sido capaces de hacer mediante nuestras facultades naturales (…). La gracia perfecciona la naturaleza, pero no la suplanta.”[9]
Dando por sentado que el encuentro con Dios posee las mismas características que el encuentro con la belleza, el conocimiento humano de la revelación asumirá también la fisonomía de una percepción de la “figura” o “forma”.
La forma de lo bello es la gloria de Dios cuyo esplendor aferra y arrebata. Y la gloria de Dios alcanza su cumbre en Jesucristo, es decir, en aquella forma imperecedera que reúne a Dios y al hombre (el mundo) en la nueva y eterna alianza. Y esta forma tiene más que nunca necesidad de aquella capacidad de visión que es propia de los ojos sencillos de la fe.
Lo bello es en primer lugar una forma y la luz no cae sobre esta forma desde lo alto o del exterior, sino que irrumpe desde su interior. Species et lumen (especie y luz) son en la belleza una sola cosa, por lo menos si la especies lleva legítimamente y realmente su nombre (que no quiere indicar una forma cualquiera, sino la forma que irradia y suscita goce). La forma visible no “remite” solamente a un misterio invisible de la profundidad, sino que es su aparición; lo revela mientras al mismo tiempo lo esconde y lo vela. Ella, como forma de la naturaleza y del arte tiene un exterior que aparece y una profundidad interior, pero es imposible separar en la forma el exterior y la profundidad. El contenido no es halla tras la forma, sino en ella. Quien no consigue ver y leer la forma, tampoco puede entender el contenido. A quien la forma no de luz, le será invisible también la luz del contenido; en pocas palabras, la figura es la species resplandeciente e inseparable de la luz, que hace visible, sin agotarlo, su contenido – fascinando a quien la contempla.
En el ámbito propio de la revelación
“Si nos acercamos… al centro de la revelación cristiana, al Verbo de Dios hecho carne, Jesucristo, Dios y hombre, entonces se impone absolutamente la afirmación: aquí una forma está puesta ante la mirada del hombre” [10]
En la figura de Cristo se produce la aparición definitiva del Ser en lo existente, esto es, el vértice y el fin del auto manifestación gloriosa de Dios en el mundo:
“Una vez (¡y una vez por siempre!) El Ser estuvo en el estar aquí” [11]
“En la finitud de Jesús… nosotros tenemos el infinito”[12]
Hay que subrayar enseguida que esta estética teológica no debe confundirse con el sentimiento romántico: aquélla es el reconocimiento de la maiestas Dei (manifestación de Dios) a través de un amor filial que se expresa después en adoración. "Gloria" no es belleza en el sentido estético mundano, sino "esplendor de la divinidad de Dios como se manifiesta en la vida, muerte y resurrección de Jesús; y, según san Pablo, "en los cristianos que contemplan a su Señor", dirá Von Balthasar; y por eso afirmará que él es un cultivador de la teología de la belleza, pero no un esteta teológico. La perspectiva filosófica corrobora esta posición. La belleza de la que habla el teólogo suizo es, en efecto, el esplendor del ser, de la originaria y esencial realidad en una imagen sensible. Es la verdad que se hace imagen, que se comunica sin recurrir a conceptos, sino a través de la exaltante emoción que la imagen bella sabe suscitar en el ánimo dispuesto a acogerla.
[1] Teologie della Belleza, Rassegna di Teologia, 24 (1983) 15-32
[3] DOSTOIEVSKI. El Idiota
[4] CONCILIO VATICANO II, Mensaje a los artistas, 1965
[5] JUAN PABLO II, Carta a los artistas, 1999
[6] Por algo decía Hans Urs von Baltasar -conocido como el “teólogo de la belleza”-, que “María es el esplendor de
[7] La experiencia estética y la creación artística. UCSS. Apuntes del 23/07/2008 de la clase de metafísica a cargo del Dr. Andrés Aziani.
[8] La experiencia estética y la creación artística, II parte. UCSS. Apuntes del 30/07/2008 de la clase de metafísica a cargo del Dr. Andrés Aziani.
[9] VON BALTHASAR, HANS URS. Gloria. Una estética teológica. Percepción de la forma. Vol.1. p. 31.
[10] VON BALTHASAR, HANS URS. Gloria. Una estética teológica. Percepción de la forma. Vol.1. p. 139.
[11] VON BALTHASAR, HANS URS. Kleiner lageplan zu meinen Büchern, Einsiedeln, 1955, p.11
[12] VON BALTHASAR, HANS URS. Gloria. Una estética teológica. Percepción de la forma. Vol.1. p. 140.
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